domingo, 31 de enero de 2010

NUESTRA ABUELA JACINTA (I)

Recuerdos de nuestra niñez

Desde el lugar de la casa paterna, hasta donde vivía nuestra abuela Jacinta, se iba por un sendero que unía ambas casas, dentro de la misma manzana. Saliendo desde el tendal y la leñera nuestra, hasta llegar también a la leñera de los abuelos, que estaba fuera del guarda patio, había más o menos unos ochenta metros.

Hasta los cinco o seis años, como aún no tenía hermanos, mis juegos de niños fueron con mi primo Coco, hijo único de la tía Rosa, que vivía en casa de los abuelos Cesanelli.
Mi visita en los veranos era por las tardes, en que solía encontrar a la abuela Jacinta sentada en el sillón de mimbre en el pasillo, entre el comedor y la cocina, tratando de aprovechar la corriente de aire para refrescarse, mientras tomaba algún te o mate, servido por la tía “Yiya”.
Aquí estoy serio, en el sillón de la abuela Jacinta, al lado de la siempreverde del patio, que me vio llegar tantas veces a la casa familiar de los Cesanelli.

Como aún no sabía leer, nuestros juegos iniciales con Coco eran arrimar figuritas a la pared. A veces las sustituíamos por chapitas, provenientes de botellas de cerveza o gaseosa que recolectábamos en los alrededores y aplastadas a martillazos o en la prensa de la mosaiqueria del abuelo Luis cuyo galpón estaba contiguo a la casa de familia.

Después solíamos jugar a los autitos o a los avioncitos. El tenía algunos de los reyes y yo improvisaba los míos con latas, maderas, clavos y algún alambre. También jugábamos a policías y ladrones o a indios y bandidos. Para eso los caballos eran los palos de escoba de la abuela.

La diferencia de edad, casi cinco años, se fue haciendo más notoria a medida que pasaban los años. Cuando ingresé a la escuela primaria al primer grado, por la tarde, Coco ya cursaba cuarto en el turno mañana.

Pero los fines de semana o en las vacaciones, como todo niño nos encantaba, a la hora de la siesta de los mayores, recorrer el interior y los alrededores de la casa. En la esquina estaba el escritorio del abuelo Luis y allí guardaba Coco las revistas que su madre le compraba semanalmente. En ese lugar tomé contacto con Patoruzú, Fantasía, D! Artagnan, al comienzo mirando las figuritas y años después leyendo las correrías de estos personajes.
Esta fue la modesta casa donde nacimos y viví hasta los dieciocho. Está situada a media cuadra del acceso al hoy Parque Los Pisaderos.

La llegada a la escuela nos hizo compartir la payana. Mi mano más pequeña y el brazo más corto, me hacían cometer torpezas por las que siempre terminaba perdiendo. Coco habí conseguido unas piedras, todas del mismo tamaño, diseñadas en mármol blanco pulido, que eran una maravilla.

Yo en cambio solía escarbar en la pila de arena de río del abuelo Luis, para encontrar cinco piedras medio parecidas. Demás está decir que el ruido que hacían las piedras en el piso del corredor donde nos sentábamos a jugar enfadaba y mucho a la Abuela Jacinta y también a María Luisa "Yiya", la hija menor de los Cesanelli, aún soltera, que compartía el hogar.

La abuela Jacinta guardaba en el amplio baño, porque era el lugar más fresco de la casa, una cesta de mimbre, la que estaba siempre llena de huevos frescos provenientes del gallinero familiar.
La casa del hogar de los abuelos maternos, que aún se mantiene intacta tal cual estaba en nuestra infancia. Está situada en la misma manzana que la nuestra a dos cuadras de los hoy desaparecidos médanos de Victorica.

Después de los diez años, Coco había aprendido a hacer un licuado casero. Tomaba tres o cuatro huevos, buscaba azúcar de la cocina y también un botellón de vino tinto de la alacena. Lavaba bien una botella de litro y comenzaba por hacer un agujerito en cada punta de los huevos. Yo lo miraba hacer y sólo ayudaba a batir.

El agujero inferior lo apoyaba en el pico de la botella y el superior en su boca por donde soplaba fuertemente hasta que cada huevo se vaciaba completamente de su contenido. Luego de lo cual agregaba unos cinco o seis dedos de vino y a todo eso varias cucharadas de azúcar molida.

A continuación tapaba bien la botella y comenzaba a agitar el contenido hasta que el vino, los huevos y el azúcar se mezclaban. Después de un buen batido a mano, colocaba la botella en la heladera para que se enfriara y luego de varios minutos comenzábamos a beberlo hasta que se terminaba.
Lo que se observa como fondo es el galpón donde funcionaba la mosaiquería La Pampeana del abuelo Luis Cesanelli y que estaba situada a continuación de la casa. Ha sido demolido. Quienes han posado son Trinidad Cesanelli y Marcial Roldán nuestros progenitores.

A la abuela Jacinta y tía Yiya mucho no le agradaban nuestras andanzas a la hora de la siesta, porque les interrumpíamos su descanso. El abuelo Luis casi no se enteraba, porque a las 14,30 horas salía todos los días religiosamente rumbo a la obra en construcción, dado que tenía una pequeña empresa con personal a cargo.

En otras ocasiones, también en los veranos y siempre a la hora de la siesta, partíamos, después de almorzar, rumbo a Los Pisaderos a juntar piquillín, un delicioso manjar de la naturaleza, que algunos años se daba con una dulzura y un tamaño de grano espectacular. Después de desgranar las pocas plantas de allí pasabamos a la chacra de Cazaux, donde hoy está el Campo de Doma Rosario Balmaceda. Allí había muchas plantas de piquillín de distinto color y también algunos algarrobos de los que tomábamos las chauchas para comer, a la vieja usanza aborígen.

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