lunes, 1 de febrero de 2010

NUESTRA ABUELA JACINTA (II)

Para juntar piquillín, generalmente llevábamos un botellón o una botella de aceite de dos litros que tenían boca ancha, o en última instancia una lata de durazno o un jarro grande. Luego de desgranar las plantas de los alrededores de Los Pisaderos, pasábamos a la chacra que era de los Cazaux, ahí nos encontrábamos con otros haciendo lo mismo: los Acosta, los Flores, los Yanakén, los Cortés. Es la misma chacra donde hoy se sitúa el campo de doma y allí si nos encontrábamos con gran cantidad de plantas con piquillines de diversos colores, tamaños y sabores. También solíamos encontrar algunos algarrobos que se habían salvado de las grandes hachadas de las dos guerras mundiales. Cuando tenían chaucha también las tomábamos para comer, porque son dulces y las comíamos a la usanza aborigen.
Don Luis Cesanelli como tantos inmigrantes llegó a la Argentina en 1908 escapandole a las guerras y el hambre en Europa. Doña Jacinta nació en Victorica a fines del siglo XIX. Su primera hija Trinidad nació el año 1914.

Al regreso, luego de un par de horas, vaciábamos cada uno la cosecha en un plato hondo o en una fuente, si era mucha cantidad. Procedíamos a lavarlo, sacarle las hojas y palitos y luego de un golpe de frío en la heladera, lo comíamos provistos cada uno de una cuchara.

A la abuela Jacinta, que era bien criolla, hija de doña Juana Paz, una de las mujeres que llegó con la columna colonizadora de los soldados que bajaron de Córdoba y San Luis, también la hacíamos partícipe del apreciado manjar.

Por supuesto que tía Yiya, que era más comprensiva con nuestras travesuras, recibía nuestro trato preferencial, porque además era la que nos preparaba la leche de la merienda, ofreciéndonos pan con manteca o mermelada.

Esta es la foto más nítida que conservo de mi niñez, de la que tengo memoria, tomada por esos fotógrafos que venian de Buenos Aires y recorrian los pueblos buscando sobre todo a familias con niños. Tendría alrededor de 5 o 6 años mis manos y mi cara denotan cierta preocupación por no saber que me iba a pasar.

Durante los inviernos variaban las actividades, solíamos jugar a la bolita, al trompo, al yo-yo, o al balero. Los vientos entre mediados de junio y fines de agosto, eran propicios para los barriletes. Coco, el “colorado” Cesanelli como lo apodaban sus amigos, era un experto constructor de cometas.
El sabía en que casa se podía conseguir las cañas, que tipo de hilo había que comprar, que tipo de generos servían para la cola, que no debía ser ni muy pesada ni nuy liviana. Los diarios viejos del abuelo Luis servían para pegarlos en las cañas y hacer un barrilete resistente a los fuertes vientos. Lo primero que hacía era cortar las cañas al medio, todas del mismo tamaño. Luego preparaba el engrudo casero, harina mezclada con agua y calentada en la hornalla de la cocina en una lata o un jarro, para que tuviese la viscosidad exacta. Mientras estaba listo el pegamento, ataba las cañas al centro y en toda la circunferencia de tal forma que la estructura quedase bien asegurada.
En la foto en primer plano sentados: de izquierda a derecha, Américo Viglino, Ruben Atilio Palmieri, Ricardo Di Dio, Carlos Alberto Cesanelli "Coco", Alfredo Gesualdi, Ruben Guzmán y Daniel Martín. Parado "Tito" Collado.

Después de pegar el papel armaba los tiros. Los superiores eran para comandar el barrilete y desde donde se prendería el hilo para elevarlo y el inferior del cual se prendería la “cola” que era el contrapeso, generalmente confeccionada con trapos viejos proporcionados por tía Yiya.

Hasta aquí yo era testigo presencial que solo miraba, tratando de no perderme detalle, a veces el me hacia poner el dedo al centro mientras hacía el nudo ciego y al final me pedía que le ayudara a transportar el barrilete llevando la cola o el hilo.

Inmediatamente de terminado, había que probar el barrilete, para ver si los tiros estaban bien alineados, si la cola no era muy pesada o corta y si el hilo no hacía panza, y para eso estaba el cuarto de manzana baldía más allá de la casa, o en la de enfrente a la casa de Coco Marini, con el que competían, para ver quien elevaba más alto esa temporada el barrilete.
Esta foto está tomada en un estudio de un italiano en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, alrededor de mediados de la década del treinta. Trinidad había sido internada para proseguir estudios, pero como extrañaba mucho a su familia, volvió al seno de su hogar, donde por algun tiempo estudio piano.


Con respecto a esta actividad los mayores disgustos de abuela Jacinta era por el hule de la mesa de la cocina, que Coco utilizaba como banco de armado y aunque trataba de tener cuidado, siempre quedaba algún resto de engrudo o incluso algún pequeño tajo al mantel.

Esto desataba acalorados retos de abuela Jacinta, quien sólo había dado a luz cuatro mujercitas y no tenía experiencias de los juegos y los juguetes de los varones.

En verano doña Jacinta escuchaba radio nacional filial Santa Rosa, “Tardecitas Pampeanas” y a continuación alguna novela de las emisoras de Buenos Aires. La radio estaba instalada en la cocina que tenía una ventana corrediza para pasar los platos de la comida al comedor que estaba enfrente, pasillo de por medio, donde abuela había instalado su sillón.
Coco Cesanelli aprendió a manejar las máquinas para proyectar cine. Le enseñó su amigo Ruben Atilio Palmieri, el anterior operador de las máquinas del cine Armonía de Victorica, alquilado por el "turco" Pentimalle de General Pico.

Si había descargas, o dificultades con la recepción y a eso se le sumaban nuestros ruidos, propios de los juegos, risas o discusiones en voz alta, éramos objeto de frases no reproducibles, que nos indicaban que el “horno no estaba para bollos” y había que poner pies en polvorosa. Ese era el momento justo de irnos a los médanos a realizar una excursión con el “Batuque”, el perro coli de Coco.

La abuela Jacinta falleció el primer año de la década del sesenta, fue de las primeras habitantes de la casa. Tía Yiya quedó atendiendo al abuelo Luis, como ama de casa. En la década del setenta murió el abuelo Luis, un italiano que construyó muchas de las casas y estancias de Victorica y otros pueblos vecinos de su amplia zona de influencia, dueño además de la mosaiquería. Todavía muchísimas veredas victoriquenses están cubiertas por mosaicos vainilla y aún se conservan los pisos de mosaico calcáreo de distintos colores con guardas en muchas casas, negocios, dependencias y residencias de campo que produjo su empresa "La Pampeana".
Esta foto la tomé al fondo del patio de la casa de los abuelos Cesanelli hacia el lateral donde estaba la mosaiquería. Tia Yiya está al centro, a la derecha Sara García mi esposa y a la izquierda Graciela Gracia, la hermana por parte de madre de "Coco" Cesanelli.

También tía Yiya, a la que todos apreciábamos mucho dejó de existir, luego de unos cuantos años de haberse ido de la casa, muy a su pesar, donde había quedado sola. Se casó ya muy mayor y no tuvo descendientes.

Coco partió de este mundo hace unos días, se había ido de la casa cuando se casó con Dora Zapata, de cuyo matrimonio nacieron dos hijos Verónica y Fabricio. En esa casa de los abuelos que aún resiste el paso del tiempo ha quedado su alma de niño. Algunos dicen que lo han visto por las noches jugar a las escondidas con Omar Conchado, Bebe Castillo, Coco Marini y otros amigos de su infancia, que vivían en el barrio "Los Pisaderos".

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